La mina del diablo
El sueño común a los catorce años es comprar el último disco de Simple Plan, poseer unas Converse, el MP3 o móvil de última generación y la nueva entrega de Harry Potter. Lo normal, vaya. Basilio Vargas también tiene catorce años, pero hasta ahí llega la coincidencia, el resto es otra historia. Él es boliviano, cabeza de familia a cargo de una madre y un hermano menor, cobra entre dos y cuatro dólares diarios por trabajar, a veces manipulando dinamita, en las minas de plata de Cerro Rico a las que los indígenas no han bautizado en vano como “la montaña que come hombres”: ocho millones de muertos desde que empezaron a explotarse en el siglo XVI. Alrededor de Basilio y su familia, el mundo de los mineros, consolándose, a partes iguales, en Dios, en el demonio que habita la mina y de cuyo humor dependen sus vidas, y en las hojas de coca que mascan desde siempre para matar el hambre y el miedo. Esta historia de niños adultos nacidos sin suerte, es un revulsivo imprescindible para abrir los ojos de los más jóvenes a la realidad de la injusticia y desigualdad que campa a sus anchas y de paso, para preguntarse a gritos, con qué derecho algunos pocos poseen tanto.